Decenas de oficinistas olvidando el apuro por llegar a su sillón.
Cincuenta minutos piazzolanos.
Y así fue como un día cualquiera, una calle céntrica se vistió de tango.
Decidió aplicar por primera vez el ritual tal como se lo había enseñado su mamá. Fue a la plaza, y en un rincón solitario arrancó hojitas de pasto que guardó en una bolsa de supermercado. No era necesaria tanta cautela. Aunque en realidad, tal vez fuera un poquito de vergüenza por la cantidad de años en sus manos.
En su casa, acomodó con mucho cuidado las hojitas en un plato. Sonó el telefono. Su nieta. "Abu, ¡estoy muy nerviosa! ¿Vos les mandaste mi carta?". "Claro, querida. Saben que te portaste bien, y seguro te van a traer lo que pediste". Había momentos en los que admiraba la inocencia de la nena, y le gustaba seguirle el juego. A pesar de que ella misma habia sido escéptica, incluso de chiquita.
Llegó la noche. Puso el plato al lado de la ventana. Sobre un bols profundo, dejó que el agua se sintiera a gusto. Lo acomodó sobre un trozo de tela con puntilla. Su ropa de día dejó paso al camisón, y las sandalias a las pantuflas. Eligió el par de zapatos de las ocasiones especiales, les sacó brillo, y los puso entre el platito y el bols. Sobre el derecho, lo que su nietita había pedido por fin tenía forma. Dejó libre el izquierdo. Se recostó en la cama y apagó la luz justo cuando su mejilla empezaba a sentir la humedad.
Caminando hacia mi casa, una vaquita de San Antonio decidió que quería tomar un descanso de su jornada sobre mi cartera. De a poquito, como sin querer pedir permiso, se subió a mi mano, la que suele custodiar la manija. Empezó a pasear, recorriendo cada milímetro y olfateando cada célula de mis dedos. Me puse a jugar con ella, con la certeza de que en cualquier momento iba a volar con mis deseos. Le hacía puentes, juntaba dedos y los separaba, la dejaba caminar por el antebrazo hasta que me hiciera cosquillas. Y a ella no parecía disgustarle todo lo que yo le hacía andar. Me acompañó hasta mi casa. Y dejé que siguiera su ocio en el jazmín.
metonimia.
(Del lat. metonymĭa, y este del gr. μετωνυμία).
1. f. Ret. Tropo que consiste en designar algo con el nombre de otra cosa tomando el efecto por la causa o viceversa, el autor por sus obras, el signo por la cosa significada, etc.; p. ej., las canas por la vejez; leer a Virgilio, por leer las obras de Virgilio; el laurel por la gloria, etc.
La idea de estar alejada
La anulación del pensamiento en ese día, pensé, se podía prever con grandes dosis de té, lectura, música y sueño. Y por supuesto, evitar la “suerte” de tener el asiento de la ventanilla.
El plan venía bien. Hasta que el altavoz y las gesticulaciones de las azafatas hablaron de atrocidades como “salida de emergencia”, y la nave hermética empezó a carretear sin vuelta atrás.
Los 150 latidos por minuto del corazón tomaron forma de agua desde mis ojos. Afortunadamente, mi compañero de banco de turno era un tano que tomaba un avión casi con la misma naturalidad que si hubiera subido a un 60. Y su preocupación sobre si el pastiche con pretensiones de ravioles eran el almuerzo o la cena, sirvió como un buen periodo de adaptación. Pero la ventanilla seguía siendo territorio prohibido.
En algún momento del viaje, mi compañero tendría que visitar el escasísimo sanitario (el mito lo seguirá siendo: las posibilidades funcionales no ayudan a comprobarlo), y cuando eso pasara, nada habría entre la ventanilla y yo.
Y de repente, un día, descubrís que sos un pelo en una ceja tupida.
O una cabeza en la manifestación.
O una paja, lejos de la aguja.
O un dólar en la cuenta de Rockefeller.
O un mosquito en verano junto al río.
O…
Ojala algunos meses pudieran arrancarse de cuajo del calendario. Que junto con las hojas que lo hacen físico, se escurran de las esquinas las canciones. Que las historias se olviden de que alguna vez fueron inventadas. Que la plenitud de la noche deje de lado esa mueca de Gioconda, y que alguna vez (¡alguna vez!) se vuelva protectora. Que los ojos no duelan ante huellas apenas perceptibles. Que el fantasma de sonido agudo deje de rondar a la medianoche. Que las risas no sepan a jengibre rancio y que sean solo mias cuando alguien más las oiga. Y que cuando todo eso se evapore, derretido por la sal, el calendario se complete con una nueva canción.